Acerca de nuestra
Historia
En los ranchos y pueblos de Baja California Sur late una historia que se ha tejido lentamente, como las fibras de una cuerda que resiste el paso del tiempo. Sus raíces se hunden en los siglos XVII y XVIII, cuando los misioneros jesuitas llegaron a estas tierras áridas y, junto con los pueblos originarios, construyeron los primeros asentamientos en torno a los oasis. Aquellos oasis, verdaderos milagros en medio del desierto, se convirtieron en centros de vida, donde el agua permitía cultivar huertos, criar ganado y sostener la esperanza de un futuro en armonía con la naturaleza. Con el tiempo, los ranchos se multiplicaron en las sierras y los valles, y las familias desarrollaron un modo de vida basado en la autosuficiencia: criar cabras y vacas, elaborar queso, cosechar dátiles, maíz y frijol, mientras transmitían de generación en generación los saberes del campo y el respeto por la tierra. La vida ranchera estuvo marcada por la sencillez y la solidaridad; no había lujos, pero abundaba el sentido de comunidad: en las faenas, todos participaban, desde los más jóvenes hasta los mayores, ya fuera para abrir una acequia, marcar el ganado o levantar una casa. Las costumbres que nacieron en estos pueblos se han mantenido vivas como símbolos de identidad. La música de violín y guitarra acompaña los fandangos, donde se cantan coplas y se zapatea con fuerza, recordando que la alegría también brota en el desierto. Las fiestas patronales, celebradas con procesiones, danzas y platillos típicos, siguen siendo momentos de encuentro que fortalecen los lazos familiares y vecinales. En las cocinas de adobe y leña, todavía se preparan guisos que cuentan historias: la machaca con huevo, el café de talega, el pan de mujer y los dulces de leche o dátil, recetas que guardan la memoria de un pueblo que aprendió a transformar lo poco en abundancia. Los ranchos de Baja California Sur no son únicamente espacios geográficos; son guardianes de un legado cultural que se transmite en la forma de hablar pausada, en la hospitalidad sincera con el viajero, en la costumbre de compartir lo que se tiene, aunque sea poco. Hoy, estos pueblos y rancherías mantienen viva la esencia de una región que ha sabido adaptarse sin renunciar a sus raíces. Entre la soledad del desierto, la inmensidad del cielo estrellado y el murmullo del mar cercano, se resguarda una manera de vivir que nos recuerda el valor de la sencillez, la fortaleza de la comunidad y el orgullo de pertenecer a una tierra que, aunque agreste, ha dado siempre todo lo necesario para florecer.

